lunes, 18 de mayo de 2015

Fermín Romero de Torres

         Precisamente la chica por la que había aprendido que no todas las relaciones que parecen ser para siempre lo acaban  siendo, la chica que había sido tanto y ya no era, fue quien, celebrando un aniversario en el que auguraba pasar muchos más a su lado, le había obsequiado con la sabiduría que Fermín Romero de Torres, el erudito, había plasmado en aquellas hojas de papel para enseñarle cientos de lecciones. Y no, el augurio no fue cierto, y de eso también sus ojos color avellana aprendieron. Quizás mucho.´

         Y así es cómo Fermín, a los dieciocho años, a punto de madurar le enseñó que, a veces, para cuando la razón es capaz de entender lo sucedido, las heridas en el corazón ya son demasiado profundas y que si se hubiera parado a pensarlo, hubiera comprendido que su devoción por Clara no era más que una fuente de sufrimiento, y que quizás por eso la adoraba más, por esa estupidez eterna de perseguir a los que nos hacen daño.

         Los regalos se hacen por gusto del que regala, no por mérito del que recibe, decía también Fermín. Y a falta palabras, me mordí la voz. Todo sabiduría. Cuánto me ha enseñado.

         Y prosiguió: La televisión es el Anticristo  y le digo yo que bastarán tres o cuatro generaciones para que la gente ya no sepa ni tirarse pedos por su cuenta y el ser humano vuelva a la caverna, a la barbarie medieval, y a estados de imbecilidad que ya superó la babosa allá por el pleistoceno. Este mundo no se morirá de una bomba atómica como dicen los diarios, se morirá de risa, de banalidad, haciendo un chiste de todo, y además, un chiste malo.

         La humanidad. Mala no, imbécil, que no es lo mismo. El mal presupone una determinación moral, intención y cierto pesimismo. El imbécil o cafre no se para a pensar ni a razonar. Actúa por instinto, como bestia de establo convencido de que hace el bien, de que siempre tiene la razón y orgulloso de ir jodiendo, con perdón, a todo aquel que se le antoja diferente a él mismo, bien sea por color, por creencia, por idioma, por nacionalidad, o como en algunos casos por sus hábitos de ocio. Lo que hace falta en el mundo ese gente mala de verdad y menos cazurros limítrofes.

          “No hace falta que le invite a mi casa, padre, se invita a los extraños. Usted puede venir cuando quiera”. Siempre recuerdo aquel pequeño discurso que me erizó la piel. Tan escueto como elocuente. Así era Fermín a pesar de que las palabras con que se envenena el corazón de un hijo, por mezquindad o por ignorancia, se quedan enquistadas en la memoria y tarde o temprano queman el alma. Aunque todo parece desaparecer cuando lo oscuro se acerca. Ahí ya no importa la mala sangre que pudiera haber entre dos personas que se hicieron daño. La muerte tiene estas cosas: a todo el mundo le despierta la sensiblería. Frente a un ataúd, todos vemos sólo lo bueno o lo que queremos ver. Eso es lo único a lo que uno no llega nunca a acostumbrarse, el momento en que los allegados vienen a identificar el cuerpo de un ser querido. De todo lo demás, se aprende.

         Alguien dijo una vez que en el momento en que te paras a pensar si quieres a alguien, ya has dejado de quererle para siempre. Hay pocas razones para decir la verdad, pero para mentir el número es infinito. Nunca te fíes de nadie, especialmente de las personas a las que admiras. Y a su amigo mejor amigo le dijo aquel “él día que me muera, todo lo mío será tuyo. Menos los sueños”. Y de eso, también he aprendido. Y consérvalos, nunca sabes cuándo te van a hacer falta –añadió.

         Cuando, sin esperarlo, un día empezaba a recordar a todos aquellos amigos con los que había pasado la infancia, venían a mi cabeza sus sabias palabras, y es que Fermín, tenía lecciones para todo. Pese a todo lo que pasó luego y a que nos distanciamos con el tiempo, fuimos buenos amigos. Incluso él. Siempre creí que íbamos a ser inseparables, pero la vida debe de saber algo que nosotros no sabemos. No he vuelo a tener amigos como aquellos, y no creo que los vuelva a tener.

         Muchos deciden adoptar la filosofía del carpe diem, él, en cambio, adoptó la suya propia. La vida pasa volando, especialmente la parte que vale la pena vivir. Así era Fermín, y así eran sus amores. Jóvenes. Tenía diecisiete años y la vida en los labios. Él quería de verdad, y los que quieren den verdad lo hacen en silencio, con hechos y nunca con palabras. Un célebre en cuestiones de corazón, eso era Fermín. Quizá me quería, a sua manera, como ya la quise a ella, a la mía. Pero no nos conocíamos. Quizá porque yo nunca la dejé conocerme, o nunca di un paso por conocerla a ella. Pasamos la vida como dos extraños que se han visto todos los días y se saludan por cortesía –contaba con un brillo  en los ojos que hablaba por sí solo.

         Hablar es de necios; callar es de cobardes; escuchar es de sabios. Nadie mejor que él para comprender a los que quieren ser escuchados. No le dijo nada a nadie. No tenía a quien. La mayoría de nosotros tenemos la dicha o la desgracia de ver cómo la vida se desmorona poco a poco, sin que nos demos casi cuenta. Y cuando hubo de enfermar, el doctor lo diagnosticó: “Le podría decir a usted que es el corazón, pero lo que lo mata es la soledad. Los recuerdos son peores que las balas”. Hay peores cárceles que las palabras. El tiempo le había enseñado a no perder las esperanzas, pero no a confiar demasiado en ellas.

         Luego se acordaba de la guerra y de que quienes la hacían también habían sido niños. En aquellos días aprendí que nada da más miedo que un héroe que vive para contarlo, para contar lo que todos lo que cayeron a su lado no podrían contar jamás. A mí me gusta pensar que el tiempo nos arrebata a los amigos de la infancia porque sí, pero no siempre me lo creo.

         “Lo difícil no es ganar dinero sin más, lo difícil es ganarlo haciendo algo a lo que valga la pena dedicarle la vida.”  Así fue como Fermín se despidió, el maestro erudito que decidió dedicar la suya a mejorar la de los demás.

Gracias Fermín.