domingo, 14 de junio de 2015

Algunos golpes de la vida

te dejan fuera de combate, como un derechazo directo a la mandíbula, son golpes inesperados que te hacen madurar de repente. Desencantos, pérdidas, traiciones… La ingenuidad se acaba cuando te encuentras cara a cara con cosas que te despiertan ya para siempre. Cosas como el orgullo, que nos impide dar el más mínimo paso hacia el perdón, levantando un estúpido muro entre nosotros y los que más queremos, o la codicia, que tan expertos somos en disfrazar usando todo tipo de buenas y respetables razones. Así era el mundo en que yo acababa de ingresar, el de los adultos, un mundo en el que la inocencia de la infancia deja paso a la soberbia, los problemas, los malentendidos y la defensa de los intereses de cada uno, aunque para ello, a veces, tengamos que pagar el peaje de la soledad o el de la mentira, en la que algunos viven permanentemente instalados, engañándose a sí mismos y, lo que es peor, a las personas que de verdad les quieren. Una mentira que quizá por sucia y traicionera es el peor de nuestros defectos, sobre todo cuando esa mentira mata al amor, porque al final, es lo único que tenemos, y si también el amor es mentira ¿qué nos queda?

Aquel día, en aquella calle, viendo a Julia de la mano de otro, aprendí que el amor también está hecho de dolor y que se puede decir nunca te olvidaré, cuando ya te han olvidado. Maduré y aprendí hasta el punto en que, en otro tiempo, en otra calle, yo hice lo mismo; porque así es la vida, y así lo aprendemos todos alguna vez. 

Cuéntame cómo pasó.