te dejan fuera de combate, como un derechazo directo a la mandíbula, son
golpes inesperados que te hacen madurar de repente. Desencantos, pérdidas,
traiciones… La ingenuidad se acaba cuando te encuentras cara a cara con cosas que
te despiertan ya para siempre. Cosas como el orgullo, que nos impide dar el más
mínimo paso hacia el perdón, levantando un estúpido muro entre nosotros y los
que más queremos, o la codicia, que tan expertos somos en disfrazar usando todo
tipo de buenas y respetables razones. Así era el mundo en que yo acababa de
ingresar, el de los adultos, un mundo en el que la inocencia de la infancia
deja paso a la soberbia, los problemas, los malentendidos y la defensa de los
intereses de cada uno, aunque para ello, a veces, tengamos que pagar el peaje
de la soledad o el de la mentira, en la que algunos viven permanentemente
instalados, engañándose a sí mismos y, lo que es peor, a las personas que de
verdad les quieren. Una mentira que quizá por sucia y traicionera es el peor de
nuestros defectos, sobre todo cuando esa mentira mata al amor, porque al final,
es lo único que tenemos, y si también el amor es mentira ¿qué nos queda?
Aquel día, en aquella
calle, viendo a Julia de la mano de otro, aprendí que el amor también está
hecho de dolor y que se puede decir nunca te olvidaré, cuando ya te han
olvidado. Maduré y aprendí hasta el punto en que, en otro tiempo, en otra
calle, yo hice lo mismo; porque así es la vida, y así lo aprendemos todos
alguna vez.
Cuéntame cómo pasó.
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