miércoles, 6 de julio de 2011

Pero entonces creció.

Solía dormirse temprano, abrazada a su peluche, y además le gustaba despertarse viendo el mar, oyendo el piar de los pájaros.

Quizás dormir no era lo que le gustaba, sino todo lo demás. Contarle sus penas a unos seres que sin decir palabra, eran lo más dulce que existía en su vida; un pequeño conejo que nunca la abandonaría y un gran oso blanco coronado por su roja pajarita. Un mar que la ponía nostálgica, le hacía perderse en su inmensidad, viendo al horizonte, imaginándose una vida de sapos y príncipes. Seres libres y desconocidos ataviados con pequeñas plumas que convertían los odiosos despertares en, simplemente, un día más para reír, llorar, enfadarse y comer mucho chocolate.

Era estupendo, pero lo que realmente le gustaba era la segunda parte de todo eso.

Adoraba las bromas que solo ella y sus amigos entendían, carentes de sentido alguno, simplemente signos de complicidad entre ellos.  Aquellos rápidos sorbos, dulces y amargos, que un día a la semana se decidían a tomar. Leía en su iluminada pantalla todas las cosas bellas que habían escrito para ella y también adoraba emocionarse por ello. Cogía su toalla, bañador y crema para el sol y emprendía un rumbo fijo, el de todos los días, siempre por el mismo motivo, y eso también lo adoraba.

Pero entonces creció, y empezó a creer que no había magia en aquel mundo. Seguía adorando las mismas cosas: dormir, sus peluches, el mar, los pío-pío, las bromas, los sin sentidos, los pequeños sorbos, las buenas palabras e ir a la playa. Pero su hada madrina empezaba a tener una nueva preocupación: debía devolverle su peculiar sonrisa, el brillo de sus ojos y el sabor de sus labios.

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